Me gustan las cosas bonitas, pequeñas e inútiles.
Cosas que compras pensando que son hermosas y
que apenas pasados unos días están ya olvidadas, o incluso reemplazadas.
Sé perfectamente eso cuándo las estoy
comprando, pero aún así no me detengo.
Me gustan. De verdad me gustan.
Me recuerdan a ella.
A la “ella” de hace tanto tiempo atrás. A la
ella que no era buena en nada, a la que era bonita, con un cuerpo lindo y
pequeño, pero resultaba a veces tan inútil para todo que muchos habrán pensado
que estarían completamente dispuestos a canjear las pestañas negras y espesas,
los ojos brillantes o la hilera de dientes blancos, por al menos un poco de
habilidad.
A la ella de entonces, que tenía un centenar de
personas cuidando su espalda, que la querían por su corazón y vivían asustadas
por su enorme torpeza.
Pero ella no quería ser así por siempre.
Cuándo cumplió dieciséis años, dejó su vestido
azul colgando del gancho en su cuarto, y se puso unas bermudas de JongHyun, su
hermano junto con una playera que le quedaba enorme —igual—, de su hermano.
Su
mamá, su hermana, los dos hombres de la familia; nadie dijo nada. Todos
aceptaron a la nueva chica en pantalones cortos en lugar de la princesa de
color azul que esperaban.
Nadie
se sintió triste cuándo la chica comenzó a vestir así más seguido, ni siquiera
cuándo regaló todos sus vestidos y faldas a la caridad.
No.
Nadie se sintió triste.
Porque
al mismo tiempo que los pantalones y las playeras aumentaban en su closet, ella
lucía más hermosa.
Más
feliz, más dispuesta a sonreír, más juguetona.
Y
entonces, la chica fue buena en algo.
Se
apuntó al club de fútbol y basquetball, y comenzó a practicar ambos deportes
con locura.
Los
músculos de sus piernas comenzaron a fortalecerse, ya no eran tan delgados.
Eran fuertes y fieros. Sin embargo aún eran capaces de lucir femeninos y
frágiles, en algunas ocasiones cuándo la chica mostraba de más sus pantorrillas,
el contorno de sus piernas.
El
pelo negro lo ataba en una coleta alta cuándo jugaba. El cabello suelto le
llegaba poco antes de la cintura.
Ella
había estado quejándose de lo mucho que le molestaba el pelo cuándo jugaba, de
los delgados cabellos que se escapaban de su coleta para pegarse a su frente
perlada de sudor.
Yo
realmente no había hecho mucho caso a nada de lo que decía, no ate cabos. Y no
note que sin notificar nada a nadie antes, ella haría lo que quisiera con su
persona.
Fue un
lunes. Un lunes apareció con el pelo corto más arriba de los hombros. El pelo
negro se había vuelto más negro, se había enroscado sobre sí mismo y creado un
nido suave y apacible de hebras oscuras.
Mi
primera reacción fue gritar. Preguntar porqué no me había dicho nada antes de
hacerlo, habíamos estado juntos la tarde anterior así que debió haberlo cortado
luego de eso.
Ella
prácticamente no respondió a nada, y se fue.
Días
después yo aún seguía enojado; su cumpleaños se acercaba y lo que se me había
ocurrido comprarle justo dos semanas antes fue un set completo de broches y
sujetadores para el pelo.
Y ella
se deshacía cómo si nada y de forma despiadada además, del principal receptor
del regalo.
Sin
embargo no pude evitar notar que sus ojos negros lucían aún más hermosos y
brillantes con aquel corte.
Luego
siguieron los tatuajes.
Y más
tarde, los orificios en los oídos para los aretes.
Aunque
de lo último no puedo quejarme, ya que me fue posible comprarle todos los
aretes de su gusto.
Fue un
cambio significativo, pero ella seguía siendo la misma.
Ella
sigue siendo la misma.
Pequeña
—no tanto—, bonita, aunque de una manera diferentes de cómo era antes, e
inútil.
Porque
aún no puede servir para nada que no sea hacerme feliz.
—Toma—Henry
extendió un puño hacía Amber, y lo abrió sobre la mano de la chica.
Era
una pequeña muñequita de porcelana. Diminuta.
—Eres
cómo ella—señaló Lau.
Amber
alzó ambas cejas, con la muñequita sobre la palma.
—Pequeña,
bonita e inútil.
— ¡Hey!
—vociferó Liu, tratando de comenzar su “no soy tan pequeña, si, soy bonita y
no, ¡no soy inútil!”.
Pero
Henry habló y rompió todo.
—Sólo
existe una cosa para la cuál eres buena; puedes hacerme feliz con sólo un
guiño. Al igual que ella—Henry tocó con su dedo índice el bracito derecho de la
muñeca, Amber tomó el bracito sin entender y casi sin querer lo haló,
empujándolo hacía abajo.
La
muñequita hizo un guiño. Henry sonrió, y Amber se sintió muy feliz, y para nada
inútil.
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